El retorno a la forma humana

Por Juliana Fontalva
Octubre 13, 2022
Guillermo Kuitca, "Untitled", 2015
Guillermo Kuitca, "Untitled", 2015

El retorno a la forma humana

 

“Existe espacio en la expresión de hacer
claro lo oscuro o, metafísicamente, de hacer cercano lo remoto
con el fin de atraerlo hacia el orden
de mi entendimiento humano e íntimo”
Mark Rothko
 

            Los matices de la oscuridad se descubren por medio de la luz. Una luz que solo puede ser tenue. También se descubren desde la cercanía: hay texturas, palabras, estímulos. Al acercarse, el ojo cambia la forma del iris, busca adaptarse a cada matiz. La oscuridad nos envuelve; empieza por la mirada, avanza por el cuerpo, termina en nuestros pensamientos, en nuestras ideas. El arte convoca al encuentro de la memoria residual, aquella que se activa en el presente, olvidada en algún espacio de nuestro interior. La primera vez que vi la obra de Guillermo Kuitca, que más adelante se ganaría el apodo cariñoso de “manito”, sus tonos me cautivaron. De lejos, reposa solemne, es una pieza que propone un espacio de contemplación hipnotizante.

            Me paré justo frente a ella y, despacio, comencé a acercarme. Sentí cómo la obra construía frente a mí una suerte de pasarela, como salida de una pintura de Francis Bacon. Con una atmósfera plagada de suspenso, los ruidos a mi alrededor se callaron y comencé a avanzar con pasos sordos. Mis primeras sensaciones fueron de un profundo minimalismo cromático, la obra parece dibujar fronteras difusas, como si se extendiera por el piso y el techo. Me acerqué tanto a la pieza que pude ver cómo la oscuridad de ese azul profundo cambiaba, vi capas de pintura que nunca más pude recordar, solo la sensación ante su encuentro, ante la presencia de un azul que muta su carácter.

Un friso de formas blanquecinas cubre de manera horizontal la parte inferior de la obra, una especie de transición, donde una forma se disocia fragmento por fragmento. Este friso trae a mis ojos la lucidez: veo silencio, lo estático energizado por un ritmo fraccionado, siento una fuerza concéntrica que me atrae y me absorbe. ¿La luz o la forma emergen de la oscuridad o son parte de la misma?

            De la desintegración de la forma –que años más tarde, al reencontrarme con la pieza, terminaría de comprender– emerge una mano, que sale de la superficie de la pintura, como si fuese un mar profundo. Una pequeña mano que mueve las capas de la oscuridad para convocar. Su dorso fantasmal tiene los dedos levemente separados, en un gesto sutil que invita a acercarse aún más. ¿La manito se mueve?, recuerdo que es una pintura, pero la sensación de vida o de algo que se le asemeje, es latente.

 
 

            Creí que nunca más iba a ver aquella obra. De vez en cuando volvía a mí en los momentos menos esperados, como un fantasma con libre albedrío que me visitaba tanto en los sueños como en la realidad. Una buena obra de arte siempre deja sus huellas en la memoria. Años más tarde, la pieza se incorporó a la Colección Balanz. Cuando llegó, quitamos el envoltorio de protección con el que había sido transportada hasta allí, y el azul, ese azul indescriptible, emergió de cada rincón de la pintura. En cuanto descubrimos totalmente la obra, la pasarela se volvió a formar, como si estuviera latente, enroscada en el pluribol que la contenía.

            Es una pieza que necesita tiro para ser observada, ese tiro, esa sensación de peregrinación, de sumergirse, de ser atraído por la fuerza, de ese campo suspendido de color profundo, funciona como catalizador de las emociones humanas básicas: ira, dolor, alegría, placer. La obra se vuelve una escena, viniendo de Kuitca, uno quiere pensar en lo teatral, pero esta escena es más bien un escenario en el que nos situamos en soledad. Es la llanura azul sobre la que nos para el artista. En esta obra, uno no busca un escenario de teatro griego, una cama, una figura de espaldas, aquí, el espectador se vuelve el único protagonista de la situación, el eje fundamental que activa el azul imantado.

            El friso blanco que se encuentra en el último tercio de la pintura está compuesto por unas formas alargadas que dialogan con una de las últimas series de Kuitca que comienza en el 2007. En ese momento, el lenguaje moderno, un guiño hacia futurismo y cubismo, se introduce en sus obras por medio de formas triangulares que se encastran sobre sí mismas. Con filosos ángulos como protagonistas, Kuitca pinta cada vez menos figuras humanas, casi abandonando todo rastro del paso humano por sus lienzos. Las pocas veces que vuelve a traer a la figura humana es, en general, una mujer dando la espalda, como alejándose del espectador, introduciéndose en la pintura. En el friso de “manito”, aunque los ángulos filosos no estén presentes, Kuitca imprime la dinámica del futurismo en una suerte de fantasma que remite a la forma humana, creada por difusas siluetas que se desdoblan sobre sí mismas. Facetadas, desintegradas, separadas, juntas y en constante colisión.

            El ritmo de las formas se confunde con el de una danza. Las figuras también se arman desde su negativo, la oscuridad que se cuela entre sus espacios, en un aire negro que surge de su falta de contacto. De derecha a izquierda y de izquierda a derecha, las formas fantasmales llegan a su clímax en el centro del lienzo. Una pequeña y definida mano de un ser que está enfrente nuestro pero que esconde su cara y el resto de su cuerpo nos provoca con un gesto mudo a acercarnos, a entrar. La ausencia de definición espacial de “manito” es, justamente, el escenario monocromático que propone Kuitca. Las preguntas que flotan alrededor de esta obra se mezclan con las certezas y, como una marca registrada del artista, nos dejan al desnudo. Solos con la obra, una magnífica canalizadora de nuestros rebates existenciales.

            En 1964, la familia estadounidense Menil, le encargó a Mark Rothko una serie de obras de gran escala que debían ser pensadas para un edificio ad-hoc diseñado por el arquitecto Philip Johnson. Este espacio, que sería llamado posteriormente “Rothko Chapel” (Capilla de Rothko), sumerge a los visitantes a una experiencia de comunión entre la fe, el arte y la espiritualidad. La visión de la pintura que tenía Rothko era de absoluta inmersión, un espacio en donde el arte invita a un encuentro íntimo con uno mismo. En donde el color, específicamente el recurso de la monocromía, transforma a la acción de contemplación en un espacio de crecimiento espiritual, diálogo y búsqueda de la trascendencia. ¿Es el color acaso la fuerza que tiñe nuestro subconsciente y desnuda nuestras emociones?

            Durante las primeras largas décadas de su carrera, Kuitca pinta desde la absoluta escasez de materiales: poca pintura, pocas pinceladas, incluso llego a desmantelar los muebles viejos de su taller para usarlos como soporte de sus obras. En el caso de “manito”, en el 2015, el artista se vuelca a una pintura que pareciera haber adquirido la sabiduría de todas aquellas series pasadas. Una pieza en donde, como en sus mapas, la incertidumbre y la desorientación rigen la configuración de un espacio indefinido. No sabemos en dónde estamos. Las figuras, que se hacen presentes en diversas series del artista, como Nadie olvida nada (1982), transmutan para, 33 años después, presentar un carácter fantasmal que es en realidad una alegoría de la desaparición, un gran halo que el artista refleja en sus obras. Una desaparición que es un fin y la inminencia de algo que comienza, la incertidumbre.

 
 

            Así como en la serie de fines de los 90, en donde el artista pinta cintas transportadoras de aeropuertos, conformadas por grandes planos de colores fríos y despojadas de equipaje, la desolación de la escena nos dispara hacia una encrucijada.  Debemos descifrar no solamente en dónde estamos, sino también preguntarnos de dónde venimos, a dónde vamos, qué es lo que llevamos con nosotros, qué trajimos.

            Podríamos aventurarnos a pensar, que tanto en estas cintas transportadoras, como en “manito”, Kuitca nos provoca a encontrar en la pintura, como una excusa cromática, la proposición del “casi”. Sus azules son tan profusos, complejos, repletos de dimensiones que solo un buen pintor puede dotar a sus colores de tantos matices y enfrentarlos al abismo del negro, sin llegar a serlo. Nos remite a una gran laguna en donde el mar y el cielo se confunden para lograr lo que muchos artistas buscan: la inmensidad, la inmersión, aquel estado de meditación profunda a la que Rothko aspiraba. De esta manera, Kuitca deja a la oscuridad con su capacidad de desvelamiento en su máximo esplendor, con sus regiones inaccesibles, en la lucidez de su plano místico.

            En definitiva, a su encuentro “manito” está alejada de un sentimiento lúgubre, como tal vez las cuestiones del orden de la oscuridad o lo fantasmal parecerían traccionar. “Manito” es, en la alquimia de su experiencia, todo aquello que al menos yo busco al acercarme a una obra: aquella sensación inequívoca de electricidad, de la inminencia de confirmar la sospecha de que el arte está vivo, que yo estoy viva, y de que, en esos instantes en los que me paro frente a una obra, me entrego a la confrontación, a la adrenalina, al placer del reflejo de lo desconocido.