Nunca sería amigo de un mal artista

Por Fernando Farina
Febrero 15, 2022
 Pablo Suárez "El Perla (Retrato de un taxi boy)", 1992
Pablo Suárez "El Perla (Retrato de un taxi boy)", 1992

Nunca sería amigo de un mal artista

 

“Una historia debe tener un comienzo, un desarrollo y un final, pero no necesariamente en ese orden.”

Jean-Luc Godard

 

            Este relato empieza en un año clave y está enhebrado por hilos poco visibles entre algunas de las obras de la Colección Balanz. Se trata de iluminar solo ciertos aspectos, como para reconstruir historias, sabiendo que las obras son mucho más que los objetos que se nos presentan y son capaces de contener e irradiar un cúmulo de memorias.

            En 1976, Pablo Suárez (1937-2006), un treintañero ya curtido en las batallas del arte y de la vida, exponía en la galería Carmen Waugh de Buenos Aires un conjunto de obras donde citaba –y homenajeaba– a varios artistas no demasiado reconocidos por los críticos del momento, más atentos a otras corrientes nacionales e internacionales. En esa exposición, Suárez celebró a Florencio Molina Campos, Alfredo Gramajo Gutiérrez, Augusto Schiavoni y Fortunato Lacámera, entre otros, quienes –según indicaba en un prólogo escrito por él mismo– nunca habían caído en la tentación de seguir a las vanguardias europeas.

            Si bien no fue una sorpresa, aquella exhibición fue una especie de declaración. Había que sostener el porqué de obras como Maceta y Florero con hojas, de una belleza trascendental y con tantas reminiscencias a Lacámera, que actualmente integran la Colección Balanz. La palabra reminiscencia no es casual. Suárez tenía una memoria visual prodigiosa y se jactaba de no copiar y no necesitar nunca un modelo, ya que recordaba todo lo que había visto.

 

Pablo Suárez "Florero con hojas", 1976

 

La exposición la realizaba en un momento singular: Argentina había sufrido un nuevo golpe de estado que dio inicio a una violenta represión contra los que pensaran distinto, y el batallador Suárez resumía su posición con un golpe de timón. Atrás había quedado su alejamiento del arte, convencido de su inutilidad, luego de haber sido uno de los principales protagonistas de algunas de las experiencias artísticas más corrosivas que daban cuenta de la situación cultural, social y política del país. También atrás había quedado su colaboración con la combativa Confederación General del Trabajo de los Argentinos, la que había inspirado y dado espacio en sus sedes de Rosario y Buenos Aires a la obra Tucumán Arde, a fines de 1968.

            Sin aparentes alusiones a la violenta situación que se vivía, Pablo Suárez irrumpía críticamente en la escena artística ante la proliferación del conceptualismo más críptico, un movimiento que le parecía impostado. Y su punto de partida era mirar el pasado, repensar cómo se había construido la historia del arte, quiénes habían sido merecedores de ocupar un lugar principal en el relato “oficial” y quiénes habían sido menospreciados, tal vez por ocuparse de temas o de formas de hacer que no encajaban en la idea de sucesión de movimientos de la modernidad.

            Ese anacronismo lo llevó a propugnar otra manera de definir el arte argentino, buceando en algunos costumbrismos o folclorismos que lo maravillaban tanto por el intimismo como por la calidad de su pintura. En estos cruces hacía referencias a su experiencia personal y citaba ocurrencias –en ocasiones devenidas frases en los títulos– de las obras de Molina Campos y Cándido López. La narración, la simpleza, el compromiso y, sobre todo, el sorprendente mundo que era capaz de abrir la pintura, se convirtieron para él en una manera de decir y plantear una nueva pregunta acerca del arte.

            Pero siempre fue por más. No solo en la intimidad se vanagloriaba de que durante algún tiempo había vivido de falsificar obras europeas del siglo XVIII –algo inverificable– sino que en varias oportunidades se copió a sí mismo, o mejor dicho a su memoria, haciendo guiños entre obras, como invitando a buscar las diferencias, tal como sucede con Maceta, que cuenta con al menos otra “versión” donde la nota sobre la mesa está girada con otro texto. Notas, muchas veces presentes en las pinturas de esa época, que en realidad son cartas ilegibles, y la mayoría de las veces están firmadas por el propio artista, sumando otra temporalidad a las obras, como si fueran vanitas.

 

Pablo Suárez "Maceta", 1975 

 

Pintores sin manos

            “Nos cortamos las manos”, decía Noemí Escandell a mediados de los 80 cuando hablaba en forma autocrítica –ya recuperada la democracia– acerca de lo que había pasado después de la experiencia de Tucumán Arde, la obra emblemática del 68, que lejos de ser un objeto fue un verdadero mecanismo de significación que se siguió recreando por décadas, y que había funcionado también como un corte. Un límite en el cual los artistas habían tomado conciencia de que su acción crítica los llevaba a descubrir el sinsentido del arte.

            Tucumán Arde tuvo todos los condimentos: una obra grupal, realizada fuera de las instituciones oficiales, presentada en la CGT de los argentinos en Rosario y luego en Buenos Aires donde fue censurada; una obra que había propuesto la sobreinformación a través de un relevamiento de la crítica situación que se vivía en Tucumán a partir del cierre de ingenios azucareros promovido por el gobierno de facto de Onganía; una obra que había incluido viajes y engaños a través de anunciar la Primera Bienal de Arte de Vanguardia, que se había sumado a las denuncias de la central obrera, que había propuesto cruzar el arte en todo sentido, sumando sociólogos, comunicadores, artistas, escritores…

            Tucumán Arde fue el último hito de un año donde rosarinos, santafesinos y porteños habían confluido en una crítica institucional, sobre todo al Instituto Di Tella, pero también a todas las instituciones que empezaban a censurar o temer la acción de los artistas, como sucedió con el Premio Braque de la Embajada de Francia y su intento de evitar cuestionamientos exigiendo ver con anterioridad los proyectos de los artistas por temor a las denuncias que pudieran realizarse en apoyo al Mayo Francés.

            “Nos cortamos las manos”, decía Escandell, y hablaba de una decisión que había sido tomada con cierta naturalidad pese a que no todos compartían las mismas convicciones. Se trató de aquello que se llamó el paso del arte experimental al arte político, que no fue más que preguntarse acerca de las propias prácticas, y qué hacer para que la producción artística no fuera absorbida por las instituciones culturales ni el mercado. Cuestionar el arte era también dejar de hacer con las manos. El conceptualismo –tal vez habría que hablar de una nueva forma del conceptualismo– recién aparecía en escena, y el arte mantenía una raíz de manualidad, aunque ya no atada a la representación o no representación, sino a una pregunta acerca de qué hacer a través de las técnicas tradicionales.

            Pero tenía poco sentido seguir discutiendo qué era pintura y agregar más dispositivos a los creados por los artistas para incomodar en los concursos o en las muestras de las instituciones oficiales. Había otras urgencias y se trataba de qué hacer para generar piezas revolucionarias, transformadoras, que no pudieran colgarse en las paredes de las casas burguesas; más todavía en un contexto en el que el asesinato del Che Guevara, el Mayo Francés, la Guerra de Vietnam y, sobre todo, la dictadura de Onganía eran los temas cotidianos. Obsesionados por la eficacia, en el sentido de producir obras que ayudaran a transformar la realidad, las críticas al sistema artístico no alcanzaban. Poco significativo resultaba haber cuestionado la pintura academicista y solo parecía evidenciarse la inutilidad de las propias producciones que ya no tenían sentido ni para denostar a la propia institución emblemática de los 60, el Instituto Di Tella.

            “Nos cortamos las manos”, decía Escandell, y hablaba de una sensación dolorosa que le provocaba sentir que habían negado una forma de expresarse. Algo que Juan Grela –uno de los maestros de jóvenes vanguardistas rosarinos como Juan Pablo Renzi– le inquirió a Rubén Naranjo, otro protagonista de Tucumán Arde: “¿Usted para qué quiere hacer la revolución? ¿Para que toda la gente pueda vivir mejor y disfrutar de cosas como el arte? ¿Pero entonces por qué abandona el arte?”.

 

Siempre es tiempo de no ser cómplices

            Juan Pablo Renzi (1940-1992) había sido uno de los protagonistas principales de la denominada Vanguardia de los 60, y en algún momento hasta se jactó de haber sido el verdadero “autor” de Tucumán Arde. Algo contradictorio para una obra colectiva que ponía en cuestión la autoría. Sin embargo, su propia pareja, María Teresa Gramuglio (autora junto con Nicolás Rosa del manifiesto que acompañó a la obra), reconocía que en todo grupo hay quienes tienen lugares más protagónicos.

            Lo cierto es que había sido Renzi uno de sus principales promotores de muchas de las experiencias realizadas primero en Rosario y luego en Buenos Aires desde principios de los 60. Este protagonismo fue el que lo llevó a acciones como presentar públicamente el manifiesto “Siempre es tiempo de no ser cómplices” en repudio a la censura previa en el Premio Braque o intervenir en Rosario una conferencia de Jorge Romero Brest para leer una declaración conocida como “Asalto a la conferencia de Romero Brest”, un anticipo de la renuncia de todo el grupo de vanguardia a recibir dinero del Instituto Di Tella para financiar el Ciclo de Arte Experimental.

            Ya entonces se había consolidado una reflexión crítica que había iniciado poco años antes, y que apuntaba a las instituciones y a qué se legitimaba como arte. La obra Paisaje con gran nube, de la Colección Balanz da cuenta de un momento fundamental donde el artista incide abiertamente para cuestionar el arte más visible por esos años en Rosario, una tendencia que junto con sus compañeros de ruta denominaron “pintura mermelada”.

            Uno de los golpes perpetrados por Renzi apuntó a qué se legitimaba en los salones, y para eso era necesario copar un concurso a través de jurados afines, que apoyaran las nuevas tendencias. De allí que participó activamente en la realización del Primer Salón de Pintura Joven del Litoral, organizado por Gemul (Grupo de Estudiantes de Medicina de la Universidad del Litoral), en el Museo Castagnino de Rosario. El jurado finalmente estuvo integrado por Kenneth Kemble y Jorge López Anaya, por Gemul, y Miguel Dávila y Hugo Ottmann, por los expositores. Allí Renzi presentó dos obras, y recibió el Primer Premio por Gran interior rojo. La otra era Paisaje con gran nube, una de sus iniciales propuestas conceptuales, en esta ocasión a través de la pintura.

 

Juan Pablo Renzi "Paisaje con gran nube", 1966

 

            No eran tiempos amables, la batalla por el arte en Rosario se había iniciado, y los jóvenes artistas avanzaban estratégicamente poniendo de manifiesto su disidencia con el “academicismo” en el que habían caído varios de los artistas que a principios de los 50 habían conformado el cuestionador Grupo Litoral. Pero la falta de persistencia hizo que el período de ebullición artística fuera muy corto, de apenas unos años, hasta que prácticamente todos los vanguardistas dejaron el arte por la política, algunos para siempre.

            La herida hacia el interior de la escena artística rosarina había sido abierta, pero la derrota en el salón fue rápidamente borrada por los sectores más tradicionales. Pasaron 30 años para que Kemble volviera a ser jurado de un concurso en Rosario. Él mismo comentaba acerca de lo sucedido: “Me odiaron y no me invitaron más”.

 

Por amor y por espanto

            “No nos une el amor sino el espanto”, dice Jorge Luis Borges en uno de sus poemas. Y el verso se multiplicó para hablar de encuentros donde diferentes personas se cruzan y se unen, muchas veces dejando de lado las diferencias. Ya sea por amor o por espanto, un cruce cultural significativo fue el de cuatro grandes artistas, representados con obras en la Colección Balanz: Pablo Suárez, Juan Pablo Renzi, Oscar Bony (1941-2002) y Roberto Jacoby (1944). Todos fueron protagonistas de la Vanguardia de los 60, asumieron un compromiso ético y político, pero sobre todo fueron siempre “contemporáneos”, y se convirtieron en referentes de muchos artistas.

            Entre ellos algunos eran más amigos, otros menos, pero establecieron un diálogo permanente a través de sus obras. También a través del silencio, cuando decidieron tomar distancia de la práctica artística. Fue Renzi quien le hizo conocer a Pablo Suárez la obra de Augusto Schiavoni. Un artista que el rosarino homenajeó a través de obras intimistas con similitudes a las de Suárez. Una necesidad de volver a la pintura a mediados de los 70 después de haber abandonado el arte.

            Se trataba de pintar el entorno inmediato, buscando la universalidad en la sencillez. Volver a realizar una actividad manual. Desarrollar –tal como decía Suárez– una forma de hacer, sobre la que confesaba iba y volvía permanentemente, como si ese “pequeño tema” fuera un lugar de reencuentro.

            Oscar Bony, también por esa época, había vuelto a pintar, tras dedicarse por algún tiempo a la fotografía. Cielo, una pintura de 1975, perteneciente a la Colección Balanz, es una de las trasposiciones que hizo el artista de una serie de fotos que había sacado a principios de ese año en un viaje a El Bolsón. Otra forma de decir –y también de retomar viejos amores–, que según él decía estaba inspirada por su hija Carola y por las pinturas del Renacimiento que lo habían maravillado. De hecho, solía hablar del impacto que le había provocado un cuadro de Botticelli que había visto en un viaje a Europa poco tiempo antes.

 

Oscar Bony "Sin título (Serie: Cielos)", 1975

 

            Si bien pareciera que hay cierta intención hiperrealista en ese pasar de la foto a la pintura, hay una búsqueda que emparenta esas obras a lo que podríamos llamar una vuelta a la pintura anticipada, una intención de volver a meter las manos en la masa, de volver a hacer manualidades.

            La relación entre Roberto Jacoby y Pablo Suárez fue la más estrecha entre estos cuatro protagonistas. Compañeros de ruta desde los 60, sostuvieron la amistad, entre otras cosas, por el respeto y el reconocimiento que había entre ambos. Si bien eran muy incisivos y críticos (en el caso de Pablo habría que agregar “ácido”), coincidieron y compartieron momentos cruciales. Incluso llegaron a pintar alguna obra juntos –finalmente firmada por Jacoby–, para tratar de ganar unos pesos en un concurso.

            “Yo nunca sería amigo de un mal artista”, decía el director del Centro Cultural Recoleta y crítico de Página/12, Miguel Briante a principios de los 90. Algo aplicable a esta relación. Pero los intereses en común generaron también otros encuentros entre artistas. Uno de los casos más significativos fue el de Luis Fernando Benedit (1937-2011) y Pablo Suárez. Si bien ambos tenían vivencias relacionadas con el campo argentino, su formación y sus miradas eran diferentes, aunque siempre primaron las coincidencias acerca de las creencias, los saberes populares y los relatos que habían desarrollado artistas como Molina Campos.

            En el caso de Benedit, el campo cruzó gran parte de su producción artística, fue una pregunta recurrente que incluyó estudios históricos, sociales y políticos, pero también homenajes a quienes con cierta simpleza “hablaron” a través de sus personajes, y de allí el lugar destacado que le confería a FMC (Florencio Molina Campos) a través de obras como FMC, por mal nombre El León (con caballo amarillo), de 1989, y Homenaje a FMC, de 1992, ambas en la Colección Balanz.

            Estas coincidencias los llevaron a compartir como “maestros” el Taller de Barracas, de la Fundación Antorchas, una de las primeras experiencias en generar un lugar de producción y clínica de arte, a principios de los 90. El espacio apuntó fundamentalmente a ayudar en la formación a artistas interesados por la realización de objetos, esculturas e instalaciones. Eran estas últimas producciones las que más polémica suscitaban por aquellos años, ya que se trataban de obras transitables, vivibles, que apuntaban a todos los sentidos, y a partir de las cuales los pintores se sentían amenazados.

            Fue allí donde confluyeron jóvenes creadores como Nicola Costantino, otra artista muy bien representada en la Colección Balanz, quien desarrolló varias de las obras que contrastaron con las propuestas más “light” –o “bright”, según la expresión que varios de los artistas prefirieron ante el calificativo dado por López Anaya– del Centro Cultural Rojas.

Suárez, por entonces, ya estaba desarrollando una obra escultórica donde convergían varios de sus intereses formales y narrativos. Una de las características eran los ojos saltones de sus personajes, a lo Molina Campos, aunque él le agregaba el recuerdo de la cara de su padre que se ahorcó después de una crisis económica.

            Aparecían los chongos de barrio, aquellos que Gumier Maier reconocía que le calentaban. Hombres musculosos, provenientes de barrios proletarios, que guardaban una belleza extraña porque sus cuerpos tenían cierta deformación. Los músculos esculpidos a fuerza de levantar objetos pesados se contradecían con sus piernas un poco más delgadas, como posible consecuencia de un raquitismo de la infancia. Esos chongos fueron personajes de muchas narraciones sencillas, escenas acompañadas por alguna leyenda o dicho popular. Una poética gay que irradiaba erotismo.

            Suárez fue de los artistas de su generación que mejor relación mantuvo con el grupo que se nucleó alrededor del Rojas. No solo fue un interlocutor y un compañero, sino que él mismo adoptó técnicas como usar esmalte de uñas perlado para pintar las superficies. Es el caso de El Perla - Retrato de un taxi boy (1992), una de las obras más significativas de la producción de Suárez, que pertenece a la Colección Balanz.

 

 Pablo Suárez "El Perla (Retrato de un taxi boy)", 1992

 

Nada peor que los críticos y los curadores 

            En la exposición realizada en la galería Carmen Waugh en 1976, Pablo Suárez decidió prologar la muestra para evitar no solo “interpretaciones” equívocas de críticos y curadores sino además para denostar a quienes construían discursos a partir de las obras de los artistas confundiendo “profundidad con complejidad”. Reflexiones que se repitieron a lo largo de los años, siempre interesado por evitar que las obras debieran ser explicadas. Una de sus críticas al sistema del arte apuntaba a los mediadores. Una actitud que profundizó en los 90, cuando comenzaron a proliferar los curadores, nuevos agentes conocedores y decididores, que tomaron un protagonismo tal que empezaban a opacar a los artistas convocados para realizar sus exposiciones.  

            Romero Brest primero y Jorge Glusberg después habían sido los principales protagonistas de la escena artística durante décadas, marcando supuestos caminos a los que había que adherir en consonancia con los movimientos internacionales. Menos escozor le provocaba Gumier Maier por su condición de artista y su posición frente al arte. Pero otras voces comenzaban a tallar en los 90: Fabián Legenblik, Julio Sánchez… y sobre todo el polémico Jorge López Anaya, quien recuperaba el centro de la escena a través de atacar decididamente a ciertas prácticas artísticas a través de contraponerlas con las producciones de algunos artistas vinculados al Rojas.

            “Debo hacer una recomendación. Muchos de ustedes son pintores. ¿Conocen una asociación que se llama ´Alcohólicos anónimos´, que es buena para curar a los adictos? Por motivos similares se podría crear una de ´Pintores anónimos´ para salvarse de la afición a la pintura. Ya Duchamp nos había advertido de los peligros de la trementina”, decía López Anaya en el cierre de su ponencia en las Jornadas Internacionales de la Crítica de Arte, en 1992.

Eran años convulsivos, la vuelta a la democracia había traído en paralelo una efervescencia cultural que en forma desbordante cruzaba todos los límites artísticos y sociales, mientras el sida asolaba como una peste.

            La posmodernidad aparecía como pregunta irresuelta, tal vez porque nadie comprendía por qué había que introducir un nuevo relato -en realidad un antirrelato-, supuestamente superador de otros. Mientras López Anaya profundizaba acerca del pensamiento débil promovido por Gianni Vattimo, Renzi se preguntaba acerca del lugar del arte, buscando una respuesta totalmente distinta. De allí que contra las corrientes neoliberales de aquellos años que marcaban la mayor parte de los discursos de la posmodernidad, reflexionaba cómo se podía hacer un nuevo arte crítico. Es decir, una producción que fuera lo suficientemente cuestionadora respecto de cualquier discurso dogmático, incluyendo el propio discurso posmoderno.

            Esa convicción, lo llevó a una incesante búsqueda de nuevas formas de decir a través de la pintura. Constelación del martillo mayor y el martillo menor, de 1988-1989, y Sin Sol, de 1992, ambas pertenecientes a la Colección Balanz, son dos piezas clave de ese período. Un camino que quedó trunco debido a su muerte prematura.

 

Estrategias de la alegría

            La Colección Balanz incluye la fotografía La procesión va por dentro (2005), de Roberto Jacoby. Se trata de una imagen obtenida en la instalación Darkroom, donde un conjunto de performers con idénticas máscaras se mueven a ciegas en un espacio totalmente oscuro. La visión es la del espectador -entraba solo uno a la vez-, quien era invitado a ser un voyeur a través de una cámara infrarroja. Con un adicional: registraba el video al mismo tiempo que observaba.

            Los performers actuaban en forma vacilante. Nadie sabía qué iba a hacer el otro. Y las instrucciones de Jacoby eran sobre todo negativas: no hablar, no gesticular.

 

Roberto Jacoby "La procesión va por dentro", 2005

 

            El artista, uno de los últimos en retomar la práctica artística después de la experiencia de Tucumán Arde, había desarrollado investigaciones y propuestas con relación a los medios, pero sus intereses lo llevaron a profundizar en estudios sociológicos, y escribir letras para Virus en los 80, una de las bandas centrales de esa década en Argentina.

            Por eso, esta supuesta distancia del arte debiera ser redefinida, ya que se trató más propiamente de otras búsquedas. Su interés por las problemáticas sociales, y sus preguntas acerca de las “estrategias del miedo” y de las “estrategias de la alegría” -a la que se puede sumar la “tecnología de la amistad”-, lo ubicaron en un lugar central del arte desde el retorno de la democracia en el 83, y sobre todo desde fines de los 90 cuando comenzó a trabajar más intensamente en propuestas colectivas como el Proyecto Venus, que propuso un mecanismo de intercambio en un grupo a través de la generación de una nueva moneda, el Venus, en un anticipo de lo que sería la terrible crisis social y económica de 2001.

            Cuál sería la distancia entre el Proyecto Venus y Darkroom. Tal vez sea la pregunta que nos permita  reflexionar más profundamente sobre el propio sistema del arte. Una crítica llevada al límite en el individualismo del espectador que fisgoneaba a esos seres enmascarados.

 

A manera de comienzo

            Roberto Jacoby decidió dedicarse al arte luego de visitar una muestra de Pablo Suárez en 1964. Desde entonces los unió una profunda amistad. Y si bien nunca fue nostálgico, algunos de sus recuerdos parecen traslucir sus complicidades.

            En 2003, en el Malba, se realizó una mesa redonda impulsada por Jacoby a través del Proyecto Venus, con el polémico título “Arte rosa light/Arte Rosa Luxemburgo”, para contraponer un supuesto arte no comprometido de artistas vinculados al Centro Cultural Rojas con otras expresiones del arte político de denuncia que anticiparon la crisis de 2001 y acompañaron la protesta social.

            En el encuentro, Jacoby recordó experiencias juveniles de los años 60, cuando convivían artistas de las más diversas tendencias artísticas pero que ante hechos explícitamente políticos como la Guerra de Vietnam coincidían en la denuncia. “Esto hacía a la riqueza y la vitalidad del ambiente cultural que es algo que a mí me gustaría preservar”, decía.

A mediados de 2018, en una entrevista realizada por Juan Laxagueborde, en el marco de la exposición “Traidores los días que huyeron”, que reunía obras muy poco conocidas de Jacoby de distintas épocas, se explayaba sobre la relación entre arte y política, al advertir que la política es siempre coyuntural y en cambio el arte piensa la posrevolución y hace para perdurar.

            Pocos meses después, al recibir el Premio a la Trayectoria Artística, reconocía la importancia de la función social del arte, pero no por lo educativo, pedagógico o testimonial. “Creo que el arte -decía en una entrevista para el Ministerio de Cultura de la Nación-, si tiene algún sentido, es el hecho de que es la única actividad humana adulta que no tiene por qué explicar una finalidad o una utilidad; el arte es un juego y crea sus propias reglas. Y el juego es algo fundamental en la humanidad. Que exista el juego es una función social importantísima. Eso es lo más importante del arte. Y jugar con reglas que no existían antes. La diferencia entre los juegos de los niños y el arte es que los niños juegan con reglas que preexisten. El arte, en cambio, crea sus propias reglas. Cada artista funda su propia constitución; funda las reglas con las cuales va a jugar. Y esto es, justamente, lo que más se parece a un ejemplo de la libertad”.

 

Fernando Farina

Presidente de la Asociación Argentina de Críticos de Arte